Los paisajistas románticos

Friedrich: la estética de lo sublime

Caspar David Friedrich (Greifswald 1774- Dresde 1840) encarnó el alma emotiva y espiritual del romanticismo; para él, la pintura era una meditación sobre el sentido de la vida y el destino del hombre después de la muerte. Friedrich supo plasmar en sus pinturas los conceptos del Idealismo y del Romanticismo alemán: Immanuel Kant, el filósofo del Idealismo, llama «sublime» a un sentimiento que recorre toda Europa y que influirá de manera decisiva en el arte y en la literatura. Frente a las manifestaciones más grandiosas de la naturaleza – borrascas, montañas nevadas, niebla impenetrable -, el hombre experimenta sensaciones contradictorias de fascinación y de impotencia. Un espíritu místico, una gran alma universal impregna el mundo de la naturaleza, y para comprender y sentir que es un elemento más de este misterio, el individuo debe guiarse por sus sentimientos. Como numerosos poetas románticos alemanes, como Novalis y Goethe, Friedrich fue atraído por lo infinito: la mirada atraviesa la tela para perderse en la lejanía.

Los acantilados blancos de Rügen, hacia 1818, Caspar David Friedrich
Los acantilados blancos de Rügen, hacia 1818,
Caspar David Friedrich
(Winterthur, Fundación Oskar Reinhart)

En su perfecta inmovilidad, los paisajes de Friedrich son imágenes espirituales, cargadas de significados simbólicos. Aquí, la presencia de la barca es alegórica, simboliza el pasaje del hombre hacia el reino de los dioses. El personaje vestido con el traje tradicional alemán (se trata tal vez del artista) mira el horizonte como símbolo de esperanza; la mujer vestida de rojo, color que simboliza la virtud de la caridad, es quizás la esposa de Friedrich.

Después de haber cursado estudios en la Academia de Copenhague, en 1798 Friedrich se establece en Dresde, donde permanecerá durante toda su carrera. Convencido defensor de un arte auténticamente «alemán», contrapone el encanto del paisaje germánico y de lo gótico, a la luminosidad y a las ruinas clásicas, renunciando deliberadamente al preceptivo viaje a Italia. La emoción y la contemplation de la naturaleza constituyen el encanto de los paisajes de Friedrich, donde los elementos simbólicos son cada vez más numerosos.

La abadía en el bosque, 1809-1810, Caspar David Friedrich
La abadía en el bosque, 1809-1810, Caspar David Friedrich (Berlín, castillo de Charlottenburg)

Pintura emblemática del romanticismo alemán, expresa al mismo tiempo la desolación y una alternativa a las luminosas ruinas mediterráneas de la corriente neoclásica: los árboles desnudos que rodean la ruina abandonada recuerdan las lápidas de un cementerio, y una gama muy restringida de tonalidades grises y marrones, traduce una desesperada melancolía.

El viajero contemplando una mar de nubes, Caspar David Friedrich
El viajero contemplando una mar de nubes, 1818,
Caspar David Friedrich (Hamburgo, Kunsthalle)

Turner, el pintor viajero

Joseph Mallord William Turner (Londres 1775 – 1851), su precoz talento fue estimulado por su padre quien le hizo frecuentar la escuela de pintura de la Royal Academy, cuando solo tenía quince años. En sus comienzos, fue grabador y acuarelista, pero a partir de 1796, se volcó en la pintura al óleo. Trabajó primero dentro de la tradición topográfica, reproduciendo con exactitud los lugares que iba descubriendo durante sus vagabundeos por la campiña inglesa. Gran admirador de los paisajes de Nicolas Poussin y de Claude Lorrain, sufrió su influencia, pero al mismo tiempo continuó experimentando nuevas soluciones formales. Aprendió a prescindir del detalle realista para dirigirse hacia una concepción más libre y más lírica del paisaje.

Dido funda Cartago,1815, William Turner
Dido funda Cartago, o El nacimiento del Imperio Cartaginés, 1815, William Turner
(Londres, National Gallery)

En el museo de Londres esta pintura está colgada cerca del cuadro de Claude Lorrain «Puerto de mar». Ello se debe a una cláusula del testamento de Turner estipulando que esta obra y otra con el título «La salida del sol a través de la bruma», debían ser expuestas siempre así. Quizás pretendía reconocer la deuda con su predecesor, pero en todo caso se trata de una ambiciosa imitación de Claude Lorrain. Nada falta, ni los edificios antiguos, ni los árboles cuya cima se imprime delicadamente en el cielo, ni la salida del sol que produce toques de luz suave por toda la superficie del cuadro.

Después de haber recorrido los lugares más pintorescos de Inglaterra, en 1802 y gracias a la Paz de Amiens que pone punto final a las guerras del Consulado, finalmente Turner puede viajar al continente. Recorre Francia (Calais, París), luego los Alpes y Suiza. Por su poderosas cimas y sus nieves eternas, los Alpes constituyen para Turner un descubrimiento y un choque emocional, fuertemente impresionado por los desfiladeros y precipicios que le proporcionan una auténtica visión de lo sublime. En cuadros como El paso de San Gotardo Turner va a reflejar también la atmósfera angustiosa y la sensación de asfixia que producen estos paisajes.

El paso de San Gotardo, 1802-1804, Turner
El paso de San Gotardo, hacia 1802-1804, William Turner (Birmingham, Museum and Art Gallery)

En Italia, Turner hizo un descubrimiento capital para su pintura, fue la luz. Más que por la belleza de los monumentos históricos Turner fue seducido por la luz de los paisajes italianos que descubrió por primera vez en 1819. Los cielos de Turín, Venecia, Roma y Nápoles marcarán para siempre su pintura y dará un giro total a su vida de pintor, consagrada a partir de entonces a la búsqueda de la luz por el color. Durante las tres décadas siguientes, la vena italiana le inspirará  numerosos paisajes al óleo. Venecia, en particular, fue pintada bajo todos sus aspectos con una precisión digna de Canaletto, en El Puente de los Suspiros, el Palacio Ducal y la Aduana (1833), o reducida a la brillante luminosidad de La Dogana, San Giorgio, Citella, desde la escalinata del hotel Europa (1842).

El Puente de los Suspiros, 1833, Turner
El Puente de los Suspiros, el Palacio Ducal y la Aduana, 1833, Turner (Londres, Tate Britain)

Sin embargo, el paisajista que era esencialmente Turner fue abandonando las escenas históricas para dedicarse a temas dramáticos que ocurrían en plena naturaleza, desde los accidentes de montaña hasta los incendios y todas las tragedias que se producían en el mar, como en el cuadro Amanecer después del naufragio de 1841.

Amanecer después del naufragio, 1841, Turner
Amanecer después del naufragio, 1841, Turner (Londres, Courtauld Institute of Art)

La tormenta se aleja, dejando un único rastro del drama de la noche – un perro, único superviviente del naufragio aullando a la muerte, solo en la playa llamando a sus dueños ahogados, mientras que un nuevo amanecer colorea el cielo y el mar.

Después de tantas catástrofes naturales, sublimes o románticas, en el cuadro Lluvia, vapor y velocidad de 1844, se puede vislumbrar un signo de esperanza, el triunfo del hombre sobre la naturaleza? Es sin duda la obra que mejor resume la conquista hecha por Turner de una visión realmente moderna. El soplo ardiente que abrasa sus telas y arrastra la materia pictórica en un torbellino, la intensidad de los colores, la libertad técnica y una pincelada directa y segura, contribuye a dar a la pintura de Turner una poderosa emotividad y un alto grado de abstracción nunca visto.

Lluvia, vapor y velocidad, 1844, Turner
Lluvia, vapor y velocidad, 1844, J.M.W. Turner (Londres, National Gallery)

Constable y el paisaje rural inglés

Junto con otros artistas, John Constable (East Bergholt 1776 – Londres 1837) reacciona contra una tradición paisajista clasicista, pintando del natural, con el fin de poder representar los efectos de la luz en el agua, los árboles y los campos. En sus escritos teóricos, Constable afirma que el cielo y las nubes son elementos esenciales del paisaje. Cuando representa escenas de su Suffolk natal, de la costa meridional de Inglaterra y de los campos de Salisbury, el pintor expresa en telas y acuarelas una profunda emoción ante la belleza y la armonía de la naturaleza, aunque en ellas se vean indicios de actividad humana: carros, viviendas campesinas o catedrales.

La Catedral de Salisbury, hacia 1825, John Constable
La Catedral de Salisbury, hacia 1825, John Constable (Nueva York, Metropolitan Museum of Art)

La ciudad de Salisbury, su catedral y sus prados pantanosos aparecen en numerosas obras de Constable y simbolizan la armonía entre la naturaleza y el trabajo del hombre que representa la gran catedral. Con su flecha pálida y aérea surgiendo entre las masas sombrías de los árboles, Constable ha sabido interpretar toda la majestuosidad de esta bella arquitectura de la Edad Media inglesa.

La catedral de Salisbury, vers 1825, John Constable

A la izquierda del cuadro, Constable representa a John Fisher, obispo de Salisbury en compañía de su esposa, que residían al lado de la catedral. Amigo y mecenas del artista, es en su casa donde el pintor buscará refugio y consuelo en 1828, angustiado por la muerte de su esposa.

El gran pintor romántico Delacroix nunca ocultó su admiración por la pintura de Constable. El 9 de noviembre de 1823 lo anotaba en su diario: «Hoy he visto un increíble y admirable boceto de Constable.» Al año siguiente, después de haber descubierto otras obras del pintor expuestas en el Salón de París proseguía: «Este Constable me hace sentir bien». Delacroix conocía pues las dos clases de obras producidas por Constable, un boceto que admiraba particularmente y cuadros «acabados» listos para ser expuestos, entre los cuales El carro de heno de 1821 y una Vista desde Hampstead.

El carro de heno, 1821, John Constable
El carro de heno, 1821, John Constable (Londres, National Gallery)

Constable ejecutó esta gran tela partiendo de bocetos y estudios realizados en el campo, durante los inviernos que pasaba en Londres. La vista da sobre la casa del granjero Willy Lott, situada cerca del Molino de Flatford que explotaba el padre de Constable. El cuadro suscitó la admiración de los amigos del artista, pero no obtuvo ningún éxito en las exposiciones londinenses. En 1823, Constable lo vendió junto con otros dos cuadros, a un comerciante anglo-francés que los expuso en París y en Lille. A partir de entonces el trabajo del artista fue finalmente comprendido, en particular por pintores como Delacroix.

Hombre ligado a la tierra, Constable tenía un estrecho vínculo afectivo con la región de la East Anglia que lo había visto nacer, y era lo que él quería pintar, sin idealizaciones ni encantos adicionales. Las acuarelas de Girtin y Agar y el ángel de Claude Lorrain fueron, según su biógrafo, los primeras obras que le sirvieron de «guía para el estudio de la naturaleza». Ruysdael, Rubens, Wilson y Annibale Carracci figuran entre los demás «guías fiables», cuyas obras copió durante su juventud. En su país, su arte suscitó una cierta perplejidad y tuvo que esperar hasta 1829 para ser admitido, por mayoría de un solo voto, como miembro de la Royal Academy. Su biógrafo escribía acerca de Constable: «tengo la impresión de ver algo de Gainsborough en cada seto y en cada árbol hueco». Fue influido también por los pintores contemporáneos, y siempre se acordaría del consejo que le dio Benjamin West cuando presidía la Royal Academy: «No olvidéis nunca, señor, que las luces y las sombras nunca están inmóviles {…} en vuestros cielos {…} buscad siempre la misma luminosidad y los efectos más sombríos {…} vuestros negros deben parecerse a los de la plata y no a los del plomo o la pizarra.»

El molino de Flatford, 1817, John Constable
El molino de Flatford, 1817, John Constable (Londres, Tate Gallery)

El padre de Constable era un rico granjero de Suffolk, dueño entre otras cosas de dos molinos. «Cuando miro un molino pintado por John, dijo un día el hermano del pintor, veo que va a ponerse a girar, lo que no pasa en los que están pintados por otros artistas.» Toda la belleza de esta pintura se debe a su cielo, un verdadero paisaje nuboso: masas de nubes que emergen del horizonte para formar la bóveda celeste. El artista realizó durante años numerosos estudios sobre el color y la forma de las nubes.

Camille Corot

Jean-Baptiste Camille Corot (París 1796-1875) se formó con pintores de paisaje histórico, Michallon y Bertin, que lo animaron a pintar al aire libre. Pasó en Italia tres años, entre 1825 y 1828. Fuertemente influido por el paisaje italiano realiza vistas de las calles de Roma y de las orillas del Tíber (El Coliseo, París, Louvre) o con efectos de luz que crean una atmósfera poética como en El Puente de Narni de 1827. De regreso a Francia trabaja en Barbizon, conservando siempre esa luz pálida y plateada que viene de Italia. Ejecuta infinitas variaciones de follajes impalpables en escenas de bosques donde deambulan pequeños personajes mitológicos como en Homero y los pastores de 1845, o La danza de las ninfas de 1860 que obtendrá un éxito sin precedentes, anunciando su paso del paisaje histórico al paisaje lírico.

El puente de Narni, Salon 1827, Camille Corot
El puente de Narni, Salón de 1827, Camille Corot (Ottawa, Museo de Bellas Artes del Canadá)

Durante su estancia en Roma, Corot había realizado dos vistas del puente de Augusto en Narni, la otra versión se encuentra en el Louvre. En esta escena se puede apreciar la «revolución» que el pintor opera en la pintura de paisaje. Compuesta como un decorado, con elementos destinados a marcar el relieve del primer plano y algunos figurantes vestidos de época.

La catedral de Chartres, 1830, Camille Corot
La catedral de Chartres, 1830, Camille Corot
(París, Museo del Louvre)

El cielo cubierto de nubes recuerda los paisajes de Constable. La imagen de la catedral que simboliza la creatividad del hombre y su relación con la naturaleza representada por los árboles, son elementos recurrentes en las obras de los pintores románticos. La parte inferior con personajes entre los bloques de mármol, es una alusión a los paisajistas romanos de los siglos XVII y XVIII que Corot había estudiado durante su primer viaje a Roma.

Al final de su vida artística, en su taller, Corot hace posar a modelos para cuadros que están a medio camino entre el retrato y una escena de interior. Esos retratos corresponden a la tradición de las figuras de fantasía, representada por Fragonard en el siglo precedente, o a retratos de amigos o familiares, a veces sobre un fondo de paisaje muy elaborado como en el retrato de Claire Sennegon de 1838, en el Louvre.

Mujer vestida de azul, 1874, Camille Corot
Mujer vestida de azul, 1874, Camille Corot, (París, museo de Louvre)

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